domingo, 27 de julio de 2008

Las rocas tienen dueños


En una minúscula cala de una costa cualquiera, estando el sol arriba bañándonos de luz y agua, he conocido hoy las rocas de una abuela. Estas rocas, potentes aunque desgastadas se hicieron menos ariscas, más blandas, bajo los pasos de la anciana. A mí, desconocido, me habían parecido duras, con filos sobresalientes como hojas de cuchillo. Los dueños de las rocas se conocen porque no las miran: saben que están ahí y apoyándose en ellas, les dan los buenos días. Las rocas que son de uno se conocen porque sonríen en la luz del sol cuando viene aquél que conocen.
Yo también tengo rocas mías. En otro lugar, no muy lejano, no muy diferente. Aunque, desde luego, si son rocas hermanas, no son iguales. Yo conozco mis rocas y ellas me conocen a mí, como otros conocen y son conocidos por otras rocas. Si no tuvieran dueños no se sabría quienes son las rocas. Tienen vida porque tienen dueños. Así son muchas cosas de la naturaleza que agradecen ser por alguien conocidas. Así, simplemente.
El caso es que mis rocas antes de ser mías fueron de mis padres y antes de mi abuela. Antes eran de otros. Soy sólo la tercera generación y ya les tengo cariño a mis blancas, roídas, saladas y enormes rocas. Son un poco lo que a nosotros los hombres nos queda del tiempo pasado. En las rocas podemos leer la edad del mar.
Esperemos –es un deber- que las rocas no dejen jamás de tener dueños. Decidamos desde hoy no dejar de poseer rocas pues la edad en que vivimos la vivieron ellas primero. ¿Seremos tan locos como para serrar la noble rama en la que, divinos brotes, venimos, vivimos y pasamos?

Julio 2008

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